martes, 11 de noviembre de 2008

Agnósticos y creyentes, proletarios y bacanes

En las dos primeras décadas del siglo, en apenas una generación, el fútbol se había acriollado definitivamente, igual que los hijos de los inmigrantes europeos. En cada barrio nacían uno o dos clubes. Se los llamaba ahora Club Social y Deportivo, que en buen porteño significaba "milonga y fútbol".

Los anarquistas y socialistas estaban alarmados. En vez de ir a las asambleas o a los pic-nics ideológicos, los trabajadores concurrían a ver fútbol los domingos a la tarde y a bailar tango los sábados a la noche.

El diario anarquista La Protesta escribía en 1917 contra la "perniciosa idiotización a través del pateo reiterado de un objeto redondo". Comparaban, por sus efectos, al fútbol con la religión, sintetizando su crítica en el lema: "misa y pelota: la peor droga para los pueblos".

Pero pronto debieron actualizarse y ya en la fundación de clubes de barriadas populares aparecieron socialistas y anarquistas. Por ejemplo, el Club "Mártires de Chicago", en La Paternal, llamado así en homenaje a los obreros ahorcados en Estados Unidos por luchar en pos de la jornada de ocho horas de trabajo. Fue el núcleo que años después pasó a ser el club Argentino Juniors, un nombre menos comprometedor. También en el club "El Porvenir", como el nombre lo muestra, estuvo la mano de los utopistas. Y el mismo Chacarita Juniors nació en una biblioteca libertaria precisamente un primero de mayo, la fiesta de los trabajadores, en 1906.

Por último, los viejos luchadores -ante el entusiasmo de sus propios adherentes ideológicos frente al nuevo juego- resolvieron cambiar de actitud y llegar a una nueva conciencia: practicar el fútbol, sí, porque es un juego comunitario donde se ejercita la comunicación y el esfuerzo común; pero no el fútbol como espectáculo, que fanatiza irracionalmente a las masas.

El fútbol siguió creciendo. Los tablones de las tribunas se iban superponiendo para dar cabida a más espectadores. Pero así como los argentinos jugaban cada vez mejor en el verde, así comenzaba a complicarse la organización fuera de la cancha. Los dirigentes juegan sus propios partidos y empiezan los cismas, las sospechas de árbitros comprados; los intereses creados van ocupando el lugar de lo que poco antes había nacido como deporte por el deporte mismo. El fútbol se capitaliza. A los jugadores -amateurs hasta es momento- se los retiene en los clubes por dinero, y los clubes que tienen dinero atraen a los mejores de los clubes pobres. Aparecen ya, a comienzo de los veinte, las categorías de clubes grandes y clubes chicos.

Pero, mezquindades aparte, el fútbol gana fronteras; primero hacia el interior, con los rosarinos, quienes quieren hacer en Rosario la capital del fútbol y juegan partidazos con los porteños. Luego, cruza el Río de la Plata y el duelo argentinos-uruguayos da origen a una rivalidad donde ya se habla de virilidad y debilidades, de "padres" e "hijos". Pero pese al antagonismo hay un término que los hermana y los hace inconfundibles: "fútbol rioplatense". Es la palabra mágica que evita la enemistad. Fútbol rioplatense: una manera distinta de jugar que va a dar que hablar al mundo.

En 1919 llega Boca. Primer puesto y una hinchada de oro que ya empieza a ser el jugador número 12. Nacía un mito y una realidad que tuvo su origen en un banco de la plaza Solís, del barrio genovés, cuatro años después que River. Sus modestos fundadores anduvieron de baldío en baldío, hasta lograr una canchita detrás de las carboneras Wilson, en la isla Demarchi. Desalojados de allí fueron a refugiarse a Wilde. Por último, luego de deambular de nuevo por la Boca fueron a parar, en 1923, a Brandsen y Del Crucero, el anticipo de la "bombonera". Azul y oro, la camiseta, y con los jugadores cuyos nombres pasan a ser historia: Tesorieri, Calomino, Canaveri y Garassino, quien jugó en los once puestos. 1920 une a los que serán eternos rivales. Campeones Boca y River, River y Boca. Uno de la Asociación; el otro de la Amateur. Los espectadores van a ver, más que a sus equipos, a sus ídolos.

Uno de ellos es Pedro Calomino, a quien los hinchas boquenses le gritan en dialecto xeneixe: "¡dáguele Calumín, dáguele!". Pero Calomino no se deja influenciar: se planta en la cancha, indiferente a las tribunas ansiosas de sus fantasías. Y cuando le pasan la redonda arranca por la punta, parece que frenara pero sigue dejando rivales que corren engañados para otro lado, cuando se caen. Y si un defensor se le pega, le hace "la bicicleta".

El otro ídolo es Américo Tesorieri: "Mérico", para la hinchada. Lo quieren ver saltar. Y Mérico les da el gusto: fino, flexible, plástico, es un elegante felino que complementa las curvas de la pelota con movimientos de ballet. Es un clásico, un arquero con música de Mozart.

Pero los riverplatenses también pueden presentar a su crack. Arquero, además. Es Carlos Isola, apodado "el hombre de goma" por su extraordinaria agilidad. Con increíble golpe de vista no ataja los goles, los adivina. Es más bien un artista de circo, trapecista y malabarista a la vez.

¿Quién de los dos, Tesorieri o Isola iban a representar a la Argentina en el Campeonato Sudamericano de 1921, en Buenos Aires?. Tesorieri, el de Boca, es el preferido. Y lo demuestra: el arco, invicto en todo el torneo. El final no podía ser de otro modo: Argentina y Uruguay. Y el gol de oro del uno a cero lo conseguirá Julio Libonatti, el rosarino. Un gol que enloquece a los 25.000 espectadores. Sí, 25.000 espectadores que consagran al fútbol como al espectáculo del pueblo.

Como no hay alambradas, el público invade la cancha en la pitada final, carga a sus hombros al héroe de Rosario y grita: "¡al Colón, al Colón!". Así es llevado el héroe desde el estadio de Sportivo Barracas hacia el centro. Pero a mitad de camino hay algunos a quienes el Colón les parece insuficiente y gritan: "¡A la Rosada, a Plaza de Mayo!". Y allá va la muchedumbre con el gladiador triunfante en hombros, a quien quieren consagrar César.

Pero Julio Libonatti no actuará ni de tenor ni en el escenario del Colón ni jamás traspasará el umbral de la Rosada. Lo comprarían los italianos para que juegue en el Torino. Así se iniciaba el éxodo de los mejores, un desangre colonial que todavía hoy -y más que nunca- sufre el fútbol criollo.

Huracán se llama el equipo que viene de un barrio proletario, Nueva Pompeya. La insignia es un globito, el globo de Jorge Newbery, el gentleman del aire que nunca volvió de su último viaje. El nuevo club se fundó en la vereda, y se escribía Huracán sin H. Poco conocimiento de la gramática pero mucho de la gambeta. En 1921 y 1922 se coronaron campeones de la Asociación Argentina. Tenían un crack indiscutible: Guillermo Stábile. Lo llamaban "el filtrador" porque venía desde atrás, en el ataque, y estaba adelante siempre para definir cuando la pelota llegaba al área. Más tarde, Stábile sería uno de los primeros que ejercería una nueva profesión: la de entrenador de fútbol.

En esa delantera de Huracán campeón también se hallaba otro artillero: Cesáreo Onzari, el del famoso gol olímpico. Será en 1924. Los uruguayos habían consagrado al fútbol rioplatense como "el mejor del mundo" al salir campeones de las Olimpíadas de París. Cuando regresaron, los argentinos los desafiaron y vencieron a los campeones mundiales por 2 a 1, con gol desde el córner de Onzari. Pocos días antes, en Inglaterra, se habían aceptado los goles por tiro de esquina directo. Uno de los goles más hermosos: habría que cobrarlos dobles por la belleza de la curva que hace el balón.

En 1922 otro nombre se consagra. Viene de Avellaneda. Se llama con orgullo Independiente. El nombre libertario contiene mucha protesta. Lo eligieron los cadetes y empleados argentinos de una gran tienda inglesa que no les permitía integrar el equipo de la casa. El nombre que adoptan y el rojo de la camiseta los hace peligroso para algunos. El club nació de una mesa de café del centro, en Hipólito Yrigoyen y Perú. Pero un terreno barato los llevó a Avellaneda, muy cerca de Racing. Y empezó la rivalidad y la identificación con la barriada proletaria. En 1926, el equipo rojo hace realidad el sueño de todos los futbolistas y de los hinchas. ¡Campeones invictos!. ¡No perdieron ningún partido!. Vengaban así el recuerdo del primer match oficial de 1907, cuando perdieron 21 a 1 contra Atlanta.

En el cuadro invicto estaban figuras que fueron directamente al paraíso: aquellos cinco mosqueteros de la delantera: Canaveri, Lalín, Ravaschino, Seoane y Orsi. Nacen los diablos rojos. Sus diabluras en el área levantan las tribunas populares, que los sabe de su misma extracción barrial. El "negro" Seoane los deja parados a todos los adversarios, y "Mumo" Orsi es quien rompe los piolines de las vallas adversarias.

Hasta hay payadores criollos que le cantan al campeón:

Ha de gritar el que pueda
siguiendo nuestra corriente
hurras al Independiente
del pueblo de Avellaneda.

Pero los rojos no hacen olvidar al Boca de 1925, proclamado campeón de honor por la Asociación. Ese año ha jugado en Europa; la gira inolvidable. Los europeos querían ver el fútbol rioplatense que habían puesto de moda los uruguayos. Y Boca no defraudó: 19 partidos jugados, 15 ganados y sólo tres perdidos.

Aunque lo mejor del fútbol argentino anda de viaje por Europa, los hinchas no tienen de qué quejarse, principalmente los de la Academia, que poseen una pareja derecha que no sólo se engolosina con sus malabarismos sino que también mete goles: Natalio Perinetti y Pedro Ochoa. Aquel cantor del Abasto, que ha llegado al centro, le dedica al lucido gambeteador Ochoa un tangazo: "Ochoíta, el crack de la afición".

1927 será el año de la unión del dividido fútbol y el triunfo del seleccionado argentino en el Sudamericano de Lima en toda la línea: 7 goles a Bolivia, 5 a Perú y tres nada menos que a Uruguay. Las puertas estaban así abiertas para ganar el Campeonato Olímpico de Amsterdam en 1928. Los argentinos se sentían fuertes y habían borrado sus complejos con los uruguayos. El seleccionado vuelve desde Lima en tren y el pueblo se concentra en Retiro. La alegría no tiene límites y el presidente Alvear olvida un poco los ademanes aristocráticos y se abraza con los Bidoglio, Recanatini, Carricaberry y Zumelzú, autores de la hazaña.

Pero ya los santos vienen marchando. Llevaban camiseta azul-grana y eran de Almagro. Campeones absolutos en la Asociación, unificada, donde ahora juegan todos contra todos. Nacieron como los "Forzosos de Almagro", atrás de la capilla de San Antonio, y pasaron a llamarse San Lorenzo, en homenaje al cura Lorenzo Massa, incansable alentador de los muchachos. Actualmente algunos hinchas menos devotos sostienen que el nombre del club se debe al combate de San Lorenzo.

De cualquier manera, agnósticos y creyentes olvidaban sus diferencias cuando los azulgranas meten un gol. Y todos están contestes en llamarlos "los santos", aunque los incorregibles enemigos de barrio cambien el calificativo por el de "los cuervos".

De "los santos" pasaron a ser "los gauchos de Boedo" y también "el ciclón" por aquella delantera que los llevó a la cumbre en el 27: Carricaberry, Acosta, Maglio, Sarrasqueta y Foresto.

Su rival de siempre, Huracán, le quitó el campeonato de 1928, pero al año siguiente el campeón vino de La Plata, de ahí "El expreso". Gimnasia y Esgrima. Origen de alcurnia. Caballeros de la alta sociedad platense que querían ejercitase en deportes viriles. Entre ellos encontramos a Olazábal, Perdriel, Alconada, Huergo, Uzal, Uriburu y un nombre para no olvidar; Ramón L. Falcón, el posterior jefe de policía, autor de la masacre de obreros de Plaza Lorea, el 1º de mayo de 1909.

Los señores juegan al fútbol con los marinos ingleses en el puerto próximo. Pero los años pasan y los apellidos ilustres son reemplazados por más populares y ya en las tribunas se mezclan los estudiantes platenses con los hombres emigrados de las pampas cercanas. El campeón alista a dos figuras que cumplirán una brillante trayectoria: el back Delovo y el delantero Francisco Varallo.

El fútbol y el cine se han convertido en las diversiones preferidas del porteño. Los cines se van abriendo en los barrios, y los clubes han salido definitivamente del potrero. Los tablones ya van siendo mal mirados por los clubes más ricos que van siendo tentados por el cemento. Independiente inaugura su estadio con capacidad para cien mil espectadores.

Pero no sólo al cine y al fútbol van los argentinos. En 1927, al igual que en todas las ciudades del mundo, el pueblo se vuelca a las calles para protestar por el asesinato de dos obreros; Sacco y Vanzetti, que son condenados a la silla eléctrica por la justicia norteamericana.










Texto extraído de...

http://www.efdeportes.com/efd10/bayer.htm

Gracias Osvaldo Bayer por tanta Magia

jueves, 4 de septiembre de 2008

el juego

"Para, pibe, para un cachito. Levantas la cabeza y miras las opciones q tenes, si podes seguir, si das el pase, si la reventas, si te tiras, si armas una pared, pero no vayas contra la pared, no te amotines y le des de prepotente, por que así, siempre vas a perder la pelota, tenes q jugar en equipo, pero siempre pensando en el arco rival, jugar al toque, pero siempre teniendo la pelota, ¿me entendes nene?
Aparte, no te me vengas a hacer el Maradona para mostrarte, vos acá ves a 40 pibes mas como vos, si todos se me hacen los Maradonas, no me sirve de nada a mi, por que yo tengo q armar un equipo, y un maradonisco q juega a pasar jugadores nomas, aparte vos me venis con ese Maradona, el q metio el gol pasando 20 tipos, pero no, yo quiero uno q meta pases gol, para el delantero, porq al fútbol no se gana pasando jugadores se gana metiendo goles, y si nos tenemos q defender, tenes q salir para q entre un defensor, y vos vas a jugar de lo q diga, así q empeza a levantar la cabeza, a mirar a tus compañeros y a jugar en esa posición, no te adelantes, porq te chocas con los delanteros, tenes q pensar la jugada, antes de q te llegue la pelota, ya tenes q saber lo q vas a hacer y haber analizado la situación con todas las posibilidades y así saber q vas a hacer con el balón, viste q te dije balón, porq no es una pelota nomas, es un balón, un fulbo, un cuero, un... en fin tiene muchos nombres, pero todo concuerda en q es el elemento fundamental del juego, así q vos lo tenes q cuidar, y esforzarte para no perderla, porq si la perdes vos, no vamos a ganar un partido, y así no va, porq acá la cosa es salir campeón, ya con la edad q tenes, ya debes de saber q no existe el segundo, ni el tercero ni nada, de esos nadie se acordara en el futuro, todos se acordaran de aquel q salio campeón y vos y todos tus compañeros vamos a peliar para ser campeón ¿me entendes pibe?
Así q quedamos en q tenes q tocar, pasarla, encarar, fijarte tus marcas, no chocarte con los defensores contrarios, habilitar a tus compañeros, habilitarte a vos mismo, estar siempre desmarcado, nada de bochas largas, siempre cortito y al pie, pero si ves q podes mandar un pase de 40 metros hacelo, pero tiene q llegar a destino, por que si no, no sirve de nada, acá vos sabes q esto es así, siempre hay q estar atento y siempre poner la pelota pa q no se pierda, pa q vaya al gol, pa q no se vuelva una contra del rival y termine en el arco nuestro, por q ahí estamos al horno, un gol de contrataque, vale mucho mas q un gol, porq te baja animicamente, te destruye y te empieza a poner nervioso, y las cosas empiezan a salir mal, al igual q los pases y las definiciones de gol, en fin, todo sale mal, así q pibe pensa todo eso y acordate todo lo q te dije, y juga bien eh, así como vos sabes, pero no te salgas del libreto..."
Y así me dijo mami, todo antes de empezar el partido, y yo agarre antes de entrar a la cancha y le dije -Pero profe, ¿no me puedo divertir yo?, yo quiero jugar al fútbol... Entonces, ahí agarró y me miro fijo a los ojos y me dijo con una sonrisa en los labios hacele caso a tu pie nomas...
Y entre, y vos me viste ma, q la rompi, dos goles y 3 asistencias, nunca había jugado tan bien mami, le hice caso solo a lo último q me dijo el profe y la descosi, estabamos todos contentos en el vestuario y me lleve el alfajor de regalo q le daban al jugador de la cancha, y sabes q fue lo mejor mami, q yo sabía q iba a meter un gol, por eso me psue esta remera acá abajo, para dedicarte el gol a vos, y fue el primero, y yo se q no fue ni el consejo del profe, ni la zapatilla ni nada, yo se q cuando sali a la cancha y te vi a vos en la tribuna, asi aplaudiendo y gritando, me emocione, y jugue por vos, ni por mi como había pensado la noche anterior, ni por el equipo como me había dicho el profe, por vos mami nomas, para verte feliz y metí el primer gol y te mostre la remera q decía "te quiero mama" y cuando te vi q se te caian las lagrimas, me enchufe mas y la rompi mami, todo por vos...














By Kemero

sábado, 2 de agosto de 2008

El sueño del pibe!

Yo quería ser arquero, desde que nací, calculo que más por una cuestión de facilidad y simpleza que de otra cosa, pero en fin, esa era la cuestión, arquero, con guantes grandes y camiseta de mangas largas, de esas que tienen un uno en letra arial tamaño setenta y dos en la espalda, para que se sepa, señores concurrentes, fanáticos, niños y abuelos, que aquí está, ha llegado en un estado magnífico, el arquero de nuestro equipo, Club Atlético Huracán, pueden ustedes disfrutarlo ahora que ya lo tienen aquí, frente a sus ojos señores, el mejor arquero de nuestro país, Gonzalo Fuentes, ¡Un aplauso por favor!. Qué mierda, tanta pavada.

La cosa era mi viejo, insoportablemente tan mío que daba pena saberlo tanto, hasta en los sueños, hasta en los recreos de la escuela, saberlo y acordarme a cada instante que era mi viejo.

Para ese entonces, a mis diez años ya había aprendido yo como se vende un diario en una esquina de Buenos Aires, buenos días señor, ¿Ya compró su diario? Por favor, así puedo seguir estudiando, mis padres no pueden pagarme las cosas de la escuela, bla, bla, bla, y así caían, como moscas pobre gente, porque al final, yo me terminaba gastando la plata en figuritas de fútbol y alguna que otra bolita que me gustara mucho y que nadie quisiera apostar, porque sino se las ganaba en los recreos a los pibes de la escuela y me guardaba la plata. La cosa, era que cuando la maestra pedía que llevemos un mapa, o un compás nuevo, o tenía que comprar un cuaderno, estaba frito, porque ya me había gastado toda la plata, y el viejo decía que si yo quería estudiar, que estudiara, pero que él no me iba a dar un peso, porque a mi edad él ya estaba rastrillando los campos con el abuelo y que ya sabía manejar, aunque yo no le creía nada, y aún hoy no le creo, porque es tan mentiroso como doña María, la vecina de acá a la vuelta que me vive regalando caramelos de naranja que a mí no me pasan por la garganta de tan feos que son, pero igual me los como porque sino papá dice que soy un desagradecido, un mal criado de porquería, y que todo es culpa de mamá, que siempre me anda cubriendo y haciendo los gustos, y ahí empieza la bataola, entonces me los como, con asco, pero me los como, los paso rápido por la garganta y trato de olvidarme de que tengo papilas gustativas, como todos.

Los partidos del domingo eran en lo que pensaba toda la semana, aunque nunca podía entrar a la cancha, porque papá tenía un amigo que trabajaba ahí, en la puerta de entrada, entonces ya me conocía, él y todos los de las demás puertas, porque el pibe tiene terminantemente prohibida la entrada hasta que no se dedique a laburar como se debe, Cachito, no vendiendo tres diarios de mierda a la mañana antes de ir a la escuela como si fuera una nenita, vos sabés, como yo, lo que es laburar Cachito, yo no creo que se anime a contradecirme, más sabiendo que estás vos acá, y que lo conoces, pero nunca se sabe ¿Viste?, los pibes vienen bravos ahora, cuando yo era chico, bastaba con que mi viejo levantara la mirada, ahora te tenés que sacar el cinto y ponérselo en la espalda capaz, porque te miran con esos ojos, creyéndose más que vos, que a mí me dan ganas de matarlo, qué querés que te diga, ahora andan mucho con eso de que hay que hablar tranquilos y que todo se soluciona así, pero para mí eso no funciona ni medio, ni medio. Así que ya sabés, si lo ves rondando, dejalo nomás, ahora cuando se atreva a entrar ponele un cachetazo y mandalo pa’ afuera, yo te lo permito sabés, si vos sos como mi hermano Cachito, y me avisás enseguidita que yo lo vengo a buscar y ahí si se las va a ver conmigo, ahí sí.

Cachito no era malo, pero sabía que el viejo era como era, así de repugnante y autoritario como él solo, entonces no me podía dejar pasar, más porque se imaginaba la que se me venía después a mí, en casa, con el cinto de cuero y la chancleta de goma.

Yo me conformaba rondando la cancha, viendo las banderas y los gorros, y las camisetas de la gente eufórica cantando las canciones de cancha que siempre se cantan en las canchas, porque en ese tiempo solo se cantaban en las canchas de futbol, cuando se veían enfrentadas las tribunas como titanes de diez mil ojos y diez mil manos, saltando con tantos pies que parecía que se iba a derrumbar la ciudad entera de alegría, y de furia, y de impotencia, y de llanto, y de tantas cosas que yo sabía que se sentían ahí dentro, cuando aparecían los jugadores y entre gambetas y sombreritos tiraban la pelota con tanta puntería, o con tan poca…pero todo eso lo descubrí unos años después, mientras tanto no me atreví a pisar la boletería para comprar una popular. Me conformé yendo al club del barrio, el Pedro Echagüe, y empecé mirando los entrenamientos de los pibes, muchos que iban a mi escuela y otros que no, me sentaba en la tribuna con las figuritas en los bolsillos para ver si alguno quería cambiarme cuando terminaran y miraba como el entrenador les gritaba que así no Hernán, tenés que ir por la derecha che, y vos Mariano, marcalo a Julián que sabes que si se te escapa te mete el gol, vamos, vamos, sigan che que nos quedan quince minutos nomás, quince. Gol, a mí sí que esos pescados no me metían un gol ni por magia, eran unos salames, pero eran los que estaban adentro de la cancha, eran ellos, no yo, eran ellos porque seguro tenían un padre que los quería jugando a la pelota no trabajando, como todos los padres, eran ellos porque seguro tenían un padre que les comprara mapas, figuritas, compases, y cuadernos nuevos cuando se lo pidieran, eran ellos porque nunca se habían levantado a las cinco de la mañana a pasar por lo de Roberto y decirle dame diez nomás hoy, no hay muchas noticias nuevas ¿Verdad? Si dame diez que más no creo que se vendan, cualquier cosa después vuelvo, Gracias Roberto, hasta luego.

Así estuve como tres meses, yendo todos los días al club a mirar desde las gradas de madera húmeda y vieja que los domingos rebalsaba de gente del barrio alentando por sus sobrinos, o sus hijos, o sus nietos, de pancheros y pochocleros, y señoras que vendían café y torta para la cooperadora del club, que cada vez se venía más abajo a pesar de que cobraban tan altas las cuotas que casi nadie podía ir a practicar ningún deporte. Pero yo, domingo por medio no iba , caminaba hasta la cancha (porque era más lindo que tomarme el colectivo, se hacía más largo) a vivir desde afuera los partidos de Huracán, con una radio de bolsillo que casi nunca podía escuchar muy bien por todos los ruidos que venían desde ahí dentro, total Cachito sabía que yo podía andar por ahí, pero no meterme.

No sé ni cómo ni por qué, un día el entrenador del Echagüe, me preguntó que de qué jugaba yo, y por supuesto le dije que de arquero, y que yo era muy bueno señor, a mi hermano mayor, que ya tiene catorce y patea muy fuerte siempre le atajo los penales en el patio de mi casa, que es re chiquitito, y mi tío, el hermano de mi mamá una vez me vio atajando y me quiso llevar a probar a River, pero mi papá lo sacó a las patadas y le dijo que yo no era para jugar al fútbol, que eso era para los ricos, que no tienen que andar trabajando, porque todo les llueve del cielo, como a él, y mi tío nunca más volvió, pero cuando habla por teléfono con mi mamá siempre le dice que lo convenza a mi viejo para que me lleve a probar a River, porque soy muy bueno, muy bueno, señor. El tipo me contestó que eso había que verlo, que seguramente yo le decía la verdad y que mi tío no se equivocaba pero que había que verlo, venite el jueves cuando salgas de la escuela que a nosotros justo nos falta un arquero, llegá temprano eh, porque sino, empezamos sin vos y perdés la oportunidad, yo te aviso. Eso fue un lunes, así que me dio tiempo a pensar qué inventar para salir el jueves después de la escuela, porque los únicos días que tenía permiso para salir eran los lunes y los miércoles, y hasta las siete nomás, entonces se me ocurrió decirle a papá, que en el Echagüe me habían pedido si no iba el jueves a atender el bufet, que me daban tres pesos y las propinas, y me dejó. Para eso, tuve que juntar la plata de los diarios los cuatro días antes y no comprarme ni figuritas ni nada para la escuela, y así poder mostrarle a papá que me habían pagado. Por suerte, llegué a los seis pesos con la venta, y ya podía taparle la bocota de elefante a papá que siempre andaba presumiéndose y desmereciéndome el trabajo a mí.

Cuando llegué, el profesor me presentó a todos los pibes, y ahí nomás ya me di cuenta de que con ese Julián, que tenía tanta fama de goleador, íbamos a terminar mal, pero igual me hice el bueno y le di la mano, como dice papá que se saludan los hombres, entonces él le pregunto al entrenador “¿Y éste va a jugar así, de alpargatas, jajaj?” todos los pibes se rieron con él, y yo creí que podía matarlos a todos juntos y al mismo tiempo de tanta bronca que tenía por la garganta, entonces el profesor le contestó que no, que mi mamá recién me había alcanzado los botines, porque yo era tan despistado que me los había olvidado en mi casa, y me trajo un par de botines usados, negros y verdes, que no sé de dónde sacó porque mi mamá tampoco sabía que yo iba a jugar y yo no me había puesto botines en los pies en toda mi vida de pobre (así me quedaron los pies después de terminar, toditos llagados) Empezamos a jugar, a mí me tocó para el equipo azul, y el tal Julián para el rojo. Íbamos empatando cuatro a cuatro y en el último minuto, Mariano, le hizo un penal que iba a patear Julián. Ese era mi momento, el momento de demostrarle al profesor que yo no le había mentido y que mi tío no se había equivocado, y que él cuando me pidió que vaya a jugar tampoco, tenía que atajarlo sí o sí, más con la ventaja de conocerle la patada a Julián de todas las veces que había estado sentado en las gradas mirando los partidos, sabiendo que casi siempre pateaba abajo a la derecha, como una nena, así que apenas sonó el silbato, yo ya estaba tirado en el piso con la pelota de cuero entre las manos, rebalsándome de alegría y orgullo de mi mismo, como nunca había sentido tanto de mí, ni siquiera el día que había vendido casi treinta diarios en tres horas y media, ni siquiera ese día tantas cosquillas en las venas. Pero el muy tonto de Julián empezó a gritar como un loquito de que yo me había adelantado, de que no puede ser que en este club juegue un canillita de morondanga que ni siquiera trae botines y que encima el profesor lo defienda, si usted lo vio entrenador, lo vio que se adelantó, no me diga que no, ¡Es injusto! El entrenador, dijo que se había acabado la discusión, y que el partido terminaba ahí, empatado cuatro a cuatro, como los grandes clásicos, y que no hay que desacatarse nunca tanto como había echo Julián, porque lo único que vamos a conseguir es una expulsión y con justa razón, porque para discutir así se es abogado no jugador de fútbol, los problemas, y las injusticias, como ustedes le llaman se arreglan en la cancha, y con la pelota no con el árbitro, se acabó, todos a los vestuarios, no vemos el lunes, a la misma hora. Yo ni fui al vestuario, me saqué los botines y le pregunté al profesor si quería que se los lavara, me dijo que no, entonces me quedé por ahí, mirando los trofeos un rato. Afuera me estaba esperando Julián, con otros tres que ni me acuerdo como se llamaban, pero que me dieron nomás cuando estaba en el piso, porque primero nos dejaron pelear mano a mano, y nos golpeamos como luchadores, con patadas y piñas y con todo lo que pudiera imaginarse, una locura. A penas me dejaron, entré al club para lavarme un poco, porque estaba lleno de barro y de sangre, y ahí fue cuando el profesor me vio hecho un desastre, y me preguntó que qué había pasado y cuando le conté se puso como loco y dijo que Julián lo iba a escuchar el lunes siguiente, que no se puede andar boxeando por la vida solamente porque a uno le atajan un penal. Y me dijo también, que al final, yo tenía razón, que era muy bueno y que íbamos a ver qué hacíamos conmigo, porque era muy buen arquero, y no se podía desperdiciarme en ese club.

La cosa fue entrar a casa, porque papa se avivó enseguidita de que yo había andado a las piñas, y me preguntó por qué, y entonces yo le dije que había un pibe en el club al que yo no le caía muy bien, y entonces sin preguntarme más nada me mandó a dormir sin cenar, porque ni hace falta pegarte si ya te fajaron como si fueras una nenita, ¡Maricón! ¡Tomátelas de mi vista! Hacé el favor, y no volvés más al club de porquería ese, que me hacés pasar vergüenza nomás, ¡No te quiero ver más ahí! ¿Me escuchaste no? Y no fui más, por las dudas, y así se enterró por unos años mi suerte de arquero en una casa de paredes húmedas y tristeza por todas partes, y seguí vendiendo diarios hasta los catorce cuando tuve la suerte de que don Ismael me tomara como empleado de su almacén en Lugano, y que con el tiempo me diera la piecita de arriba para que no viajara tanto y no gastara tanto pasaje y así pudiera guardarme unos pesitos, porque él decía que siempre hay que ahorrar, sin saber para qué, porque nunca se sabe, esta vida...Y así me conformé un poco con esto, un poco con aquello otro y fui haciéndome adulto, como mi viejo había querido que sea desde que me tuvo en bazos por primera vez y dijo, este no me va a fallar nunca Sara, este vas a ver que no.

Pero antes de terminar de envejecer joven, me pasó algo que no me dejó morir en vida, como mi vieja pobrecita, que desde que lo conoció a papá estaba como una planta. Un domingo, que andaba yo rondando la cancha de huracán, como tantos domingos de mi vida, decidí entrar, porque aunque ya no viviera con él y pudiera decidir solo que cosa hacer y que cosa no, tenía adentro su voz amenazándome a mí y a mamá. Cachito todavía andaba por ahí, aunque capaz no diga nada o capaz no me reconoce, y si dice que diga, total mamá ya me tiene a mí, lo puede dejar si quiere, algo vamos a inventar, ma sí, yo entro. Y entré, me guardé la entrada como si fuera una reliquia y aún hoy, casi treinta años después la miro de vez en cuando y lloro de nostalgia por ese día. El partido terminó dos a uno, a favor del globo, que por esas épocas andaba de lujo. Peor no quería irme, no quería irme nunca si hubiese podido, porque en ese momento sí sabía y sentía todo lo que había imaginado antes, como un boludo, del otro lado de la puerta. En algún momento, un hombre vino a decirme que me fuera por favor, que la cancha se cerraría en un momento y que no puede quedarse aquí, a menos que quiera pasar la noche muerto de frío. Salí, y me quedé un rato más del lado de afuera. Y apareció el entrenador. Estaba trabajando de ayudante del director técnico de huracán, don Julio Giménez, uno de los goleadores más importantes de la historia del club, y el mejor pateador de penales que se haya conocido. El tipo me reconoció, y vino a saludarme y a preguntarme como andaba y qué era de mi vida, le conté un poco lo que había pasado desde aquel día en que me maté con Julián, pero no me dejó terminar y me dijo: yo te debo una pibe, ahora es un poco tarde, no ahora mismo digo, que ya pasaron los años, pero no te creas que me olvidé de vos, me imagino que no estás jugando de arquero pero a mi me demostraste cuán bueno sos, a ver si se lo podes de mostrar a otro, ¡Julio! Vení un cacho che que te quiero presentar un arquero de aquellos, vas a ver, este lo tuve yo de chiquito, es muy bueno eh, pasa que no ha podido probarse en ningún lado, cuestiones de la vida viste, pero no sé, ¿Podremos hacer algo por él? Gimenez, medio frío le dijo que sí, pero que había que ver que si yo era tan bueno como él decía, porque vos andas siempre exagerando de tus alumnos, ya ni sé si creerte o no, ¿Vos pibe te animas a atajarme unos penales?, ahora mismo digo, ya, yo te pateo tres y veo cómo andás, pero si me atajás uno nomás, te prometo que te meto en las inferiores, porque vos no tenés más de quince ¿No? Te doy mi palabra.

Y entramos. Los primeros dos me los metió como una bala en el corazón, pero para el tercero me prepare como si fuese a atajar el último penal de mi vida, porque era más o menos así, el último, ese o nunca. Sudando frío y con las piernas temblando, le miré la cara de ganador a Giménez que sabía que era prácticamente imposible que yo atajara, que sabía que a mí se estaban enredando los dedos de las manos como una bola de lana, y yo escuché el silbato del entrenador otra vez, que nuevamente servía de árbitro y me tiré abajo y al centro, y sentí como la pelota me reventaba los órganos y me quemaba entre las manos, pero me la aguanté y entonces, supe que le había atajado un penal al mejor pateador de penales de mi país, supe que era mejor que cualquier otro, aunque muchos le hubiesen atajado otros penales, no importaba, yo era el mejor de todos, el más grande, y me estaba pudriendo en un almacén de lugano vendiendo fideos sueltos y dulce de leche en vasitos.

Inmediatamente, fui para lo de mis viejos, y me atendió mi mamá llorando como una loca, gritándome que a papá le había dado un ataque al corazón, parecía, y que los de la ambulancia se tardaban tanto en venir como si estuvieran en medio del desierto. Caminé hasta la habitación de mi viejo y lo vi tendido en la cama, como si ya estuviera muerto pero como si siguiera vivo para molestarnos a todos, entonces me acerqué a él que me preguntó si me había acordado de que tengo familia, y que si ese tal Ismael me había permitido salir de ese almacensucho de mierda, casi sin voz, porque ya no podía más, entonces me acerqué un poco más y le dije al oído que no, que venía de atajar el penal más lindo de la historia, y que seguramente me viera jugar en la primera de huracán en un tiempo, si es que sobrevive a este ataque, que bien merecido lo tiene viejo, pero que no se cómo le dio, porque siempre creí, hasta el día de hoy, que nadie en el mundo pudiera tener menos corazón que usted, pero ya ve cómo no, viejito, a todos nos llega la muerte, no se le escape viejo, que aquí nadie lo necesita, muérase tranquilo, que ahora yo, arquero de huracán, puedo hacerme cargo de la familia, y mejor que usted, mírelo desde el cielo sino.

Yo creo que se terminó muriendo de rabia y no por el ataque que le había dado minutos antes, pero en fin, se murió, que era lo que todos queríamos, hasta mamá que siguió llorando por él mucho tiempo, pero que no se perdió ni un partido mío.

Noelia Bonomini











Gracias Noe, por el cuento este, y por el otro de los títeres, le das vida a mi blog (?) Y le puse nombre al cuento, porq me lo mandaste sin nombre, ortiva ¬¬

Y ahora te debo algo, te traigo una piedrita del día Sábado de La Vela jajajaja

martes, 1 de julio de 2008

Puntero Izquierdo

Cuento de Mario Benedetti, en el q todos dicen q gracias a esté cuento se empezo a dar el fútbol en la literatura...

Gracias a todos por pasar y leer los cuentos q pongo :)



Vos sabés las que se arman en cualquier cancha más allá de Propios. Y si no acordate del campito del Astral, donde mataron a la vieja Ulpiana. Los años que estuvo hinchándola desde el alambrado y, la fatalidad, justo esa tarde no pudo disparar por la uña encarnada. Y si no acordate de aquella canchita de mala muerte, creo que la del Torricelli, donde le movieron el esqueleto al pobre Cabeza, un negro de mano armada, puro pamento, que ese día le dio la loca de escupir cuando ellos pasaban con la bandera. Y si no acordate de los menores de Cuchilla Grande, que mandaron al nosocomio al back derecho del Catamarca, y todo porque le había hecho al capitán de ellos la mejor jugada recia de la tarde. No es que me arrepienta ¿sabés? de estar aquí en el hospital, se lo podés decir con todas las letras a la barra del Wilson. Pero para jugar más allá de Propios hay que tenerlas bien puestas. ¿O qué te parece haber ganado aquella final contra el Corrales, jugando nada menos que nueve contra once? Hace ya dos años y me parece ver al Pampa, que todavía no había cometido el afane pero lo estaba germinando, correrse por la punta y escupir el centro, justo a los cuarenta y cuatro de la segunda etapa, y yo que la veo venir y la coloca tan al ángulo que el golerito no la pudo ni pellizcar y ahí quedó despatarrado, mandándose la parte porque los de Progreso le habían echado el ojo. ¿O qué te parece haber aguantado hasta el final en la cancha del Deportivo Yi, donde ellos tenían el juez, los línema, y una hinchada piojosa que te escupían hasta en los minutos adicionales por suspensiones de juego, y eso cuando no entraban al fiel y te gritaban: "¡Yi! ¡Yi! ¡Yi!" como si estuvieran llorando, pero refregándote de paso el puño por la trompa? Y uno haciéndose el etcétera porque si no te tapaban. Lo que yo digo es que así no podemos seguir. O somos amater o somos profesional. Y si somos profesional que vengan los fasules. Aquí no es el Estadio, con protección policial y con esos mamitas que se revuelcan en el área sin que nadie los toque. Aquí si te hacen un penal no te despertás hasta el jueves a más tardar. Lo que está bien. Pero no podés pretender que te maten y después ni se acuerden de vos. Yo sé que para todos estuve horrible y no precisa que me pongas esa cara de Rosigna y Moretti. Pero ni vos ni don Amílcar entienden ni entenderán nunca lo que pasa. Claro, para ustedes es fácil ver la cosa desde el alambrado. Pero hay que estar sobre el pastito, allí te olvidás de todo, de las instrucciones del entrenador y de lo que te paga algún mafioso. Te viene una cosa de adentro y tenés que llevar la redonda. Lo ves venir al jalva con su carita de rompehueso y sin embargo no podés dejársela. Tenés que pasarlo, tenés que pasarlo siempre, como si te estuvieran dirigiendo por control remoto. Si te digo que yo sabía que esto no iba a resultar, pero don Amílcar que empieza a inflar y todos los días a buscarme a la fábrica. Que yo era un puntero de condiciones, que era una lástima que ganara tan poco, y que aunque perdiéramos la final él me iba a arreglar el pase para el Everton. Ahora vos calculá lo que representa un pase para el Everton, donde además de don Amílcar, que después de todo no es más que un cafisho de putas pobres, está nada menos que el doctor Urrutia, que ése sí es Director de Ente Autónomo y ya colocó en Talleres al entreala de ellos. Especialmente por la vieja, sabés, otra seguridad, porque en la fábrica ya estoy viendo que en la próxima huelga me dejan con dos manos atrás y una adelante. Y era pensando en esto que fui al café Industria a hablar con don Amílcar. Te aseguro que me habló como un padre, pensando, claro, que yo no iba a aceptar. A mí me daba risa tanta delicadeza. Que si ganábamos nosotros iba a ascender un club demasiado díscolo, te juro que dijo díscolo, y eso no convenía a los sagrados intereses del deporte nacional. Que en cambio el Everton hacía dos años que ganaba el premio a la corrección deportiva y era justo que ascendiera otro escalón. En la duda, atenti, pensé para mi entretela. Entonces le dije el asunto es grave y el coso supo con quién trataba. Me miró que parecía una lupa y yo le aguanté a pie firme y le repetí que el asunto es grave. Ahí no tuvo más remedio que reírse y me hizo una bruta guiñada y que era una barbaridad que una inteligencia como yo trabajase a lo bestia en esa fábrica. Yo pensé te clavaste la foja y le hice una entradita sobre Urrutia y el Ente Autónomo. Después, para ponerlo nervioso, le dije que uno también tiene su condición social. Pero el hombre se dio cuenta que yo estaba blando y desembuchó las cifras. Graso error. Allí nomás le saqué sesenta. El reglamento era éste: todos sabían que yo era el hombre-gol, así que los pases vendrían a mí como un solo hombre. Yo tenía que eludir a dos o tres y tirar apenas desviado o pegar en la tierra y mandarme la parte de la bronca. El coso decía que nadie se iba a dar cuenta que yo corría pa los italianos. Dijo que también iban a tocar a Murias, porque era un tipo macanudo y no lo tomaba a mal. Le pregunté solapadamente si también Murias iba a entrar en Talleres y me contestó que no, que ese puesto era diametralmente mío. Pero después, en la cancha, lo de Murias fue una vergüenza. El pardo no disimuló ni medio; se tiraba como una mula y siempre lo dejaban en el suelo. A los veintiocho minutos ya lo habían expulsado porque en un escrimaye le dio al entreala de ellos un codazo en el hígado. Yo veía de lejos tirándose de palo a palo al meyado Valverde, que es de esos idiotas que rechazan muy pitucos cualquier oferta como la gente, y te juro por la vieja que es un amater de órdago, porque hasta la mujer, que es una milonguita, le mete cuernos en todo sector. Pero la cosa es que el meyado se rompía y se le tiraba a los pies nada menos que a Bademian, ese armenio con patada de burro que hace tres años casi mata de un tiro libre al golero del Cardona. Y pasa que te contagiás y sentís algo adentro y empezás a eludir y seguís haciendo dribles en la línea del córner como cualquier mandrake y no puede ser que con dos hombres de menos (porque al Tito también lo echaron, pero por bruto) nos perdiéramos el ascenso. Dos o tres veces me la dejé quitar pero ¿sabés? me daba un calor bárbaro porque el jalva que me marcaba era más malo que tomar agua sudando y los otros iban a pensar que yo había disminuido mi estándar de juego. Allí el entrenador me ordenó que jugara atrasado para ayudar a la defensa y yo pensé que eso me venía al trome porque jugando atrás ya no era el hombre-gol y no se notaría tanto si tiraba como la mona. Así y todo me mandé dos boleos que pasaron arañando el palo y estaba quedando bien con todos. Pero cuando me corrí y se la pasé al Ñato Silveira para que entrara él y ese tarado me la pasó de nuevo, a mí que estaba solo, no tuve más remedio que pegar en la tierra porque si no iba a ser muy bravo no meter el gol. Entonces, mientras yo hacía que me arreglaba los zapatos, el entrenador me gritó a lo Tittaruffo: “¿Qué tenés en la cabeza? ¿Moco?” Eso, te juro, me tocó aquí dentro, porque yo no tengo moco y si no preguntale a don Amílcar, él siempre dijo que soy un puntero inteligente porque juego con la cabeza levantada. Entonces ya no vi más, se me subió la calabresa y le quise demostrar al coso ése que cuando quiero sé mover la guinda y me saqué de encima a cuatro o cinco y cuando estuve solo frente al golero le mandé un zapatillazo que te lo boliodire y el tipo quedó haciendo sapitos pero exclusivamente a cuatro patas. Miré hacia el entrenador y lo encontré sonriente como aviso de Rider y recién entonces me di cuenta que me había enterrado hasta el ovario Los otros me abrazaban y gritaban: “¡Pa los contras!”, y yo no quería dirigir la visual hacia donde estaba don Amílcar con el doctor Urrutia o sea justo en la banderita de mi córner, pero en seguida empezó a llegarme un kilo de putiadas, en la que reconocí el tono mezzosoprano del delegado y la ronquera con bitter de mi fuente de recursos. Allí el partido se volvió de trámite intenso porque entró la hinchada de ellos y le llenaron la cara de dedos a más de cuatro. A mí no me tocaron porque me reservaban de postre. Después quise recuperar puntos y pasé a colaborar con la defensa, pero no marcaba a nadie y me pasaban la globa entre las piernas como a cualquier gilberto. Pero el meyado estaba en su día y sacaba al córner tiros imposibles. Una vuelta se la chingué con efecto y todo, y ese bestia la bajó con una sola mano. Miré a don Amílcar y al delegado, a ver si se daban cuenta que contra el destino no se puede, pero don Amílcar ya no estaba y el doctor Urrutia seguía moviendo los labios como un bagre. Allí nomás terminó uno a cero y los muchachos me llevaron en andas porque había hecho el gol de la victoria y además iba a la cabeza en la tabla de los escores. Los periodistas escribieron que mi gol, ese magnífico puntillazo, había dado el más rotundo mentís a los infames rumores circulantes. Yo ni siquiera me di la ducha porque quería contarle a la vieja que ascendíamos a Intermedia. Así que salí todo sudado, con la camiseta que era un mar de lágrimas, en dirección al primer teléfono. Pero allí nomás me agarraron del brazo y por el movado de oro le di la cana a la bruta manaza de don Amílcar. Te juro que creía que me iba a felicitar por el triunfo, pero está clavado que esos tipos no saben perderla. Todo el partido me la paso chingándola y tirando desviado o sea hipotecando mis prestigios, y eso no vale nada. Después me viene el sarampión y hago un gol de apuro y eso está mal. Pero ¿y lo otro? Para mí había cumplido con los sesenta que le había sacado de anticipo, así que me hice el gallito y le pregunté con gran serenidad y altura si le había hablado al delegado sobre mi puesto en Talleres. El coso ni mosquió y casi sin mover los labios, porque estábamos entre la gente, me fue diciendo podrido, mamarracho, tramposo, andá a joder a Gardel, y otros apelativos que te omito por respeto a la enfermera que me cuida como una madre. Dimos vuelta una esquina y allí estaba el delegado. Yo como un caballero le pregunté por la señora, y el tipo, como si nada, me dijo en otro orden la misma sarta de piropos, adicionando los de pata sucia, maricón y carajito. Yo pensé la boca se te haga un lago, pero la primera torta me la dio el Piraña, aparecido de golpe y porrazo, como el ave fénix, y atrás de él reconocí al Gallego y al Chiche, todos manyaorejas de Urrutia, el cual en ningún momento se ensució las manos y sólo mordía una boquilla muy pituca, de ésas de contrabando. La segunda piña me la obsequió el Canilla, pero a partir de la tercera perdí el orden cronológico y me siguieron dando hasta las calandrias griegas. Cuando quise hacerme una composición de lugar, ya estaba medio muerto. Ahí me dejaron hecho una pulpa y con un solo ojo los vi alejarse por la sombra. Dios nos libre y se los guarde, pensé con cierta amargura y flor de gusto a sangre. Miré a diestro y siniestro en busca de S.O.S. pero aquello era el desierto de Zárate. Tuve que arrastrarme más o menos hasta el bar de Seoane, donde el rengo me acomodó en el camión y me trajo como un solo hombre al hospital. Y aquí me tenés. Te miro con este ojo, pero voy a ver si puedo abrir el otro. Difícil, dijo Cañete. La enfermera, que me trata como al rey Farú y que tiene, como ya lo habrás jalviado, su bruta plataforma electoral, dice que tengo para un semestre. Por ahora no está mal, porque ella me sube a upa para lavarme ciertas ocasiones y yo voy disfrutando con vistas al futuro. Pero la cosa va a ser después: el período de pases ya se acaba. Sintetizando, que estoy colgado. En la fábrica ya le dijeron a la vieja que ni sueñe que me vayan a esperar. Así que no tendré más remedio que bajar el cogote y apersonarme con ese chitrulo de Urrutia, a ver si me da el puesto en Talleres como me habían prometido.
(1954)

martes, 13 de mayo de 2008

El penal mas largo del mundo

El penal más fantástico del que yo tenga noticia se tiró en 1958 en un lugar perdido del valle de Río Negro, en Argentina, un domingo por la tarde en un estadio vacío. Estrella Polar era un club de billares y mesas de baraja, un boliche de borrachos en una calle de tierra que terminaba en la orilla del río. Tenía un equipo de fútbol que participaba en el campeonato del valle porque los domingos no había otra cosa que hacer y el viento arrastraba la arena de las bardas y el polen de las chacras.

Los jugadores eran siempre los mismos, o los hermanos de los mismos. Cuando yo tenía quince años, ellos tendrían treinta y me parecían viejísimos. Díaz, el arquero, tenía casi cuarenta y el pelo.

El blanco que le caía sobre la frente de indio araucano. En el campeonato participaban dieciséis clubes y Estrella Polar siempre terminaba más abajo del décimo puesto. Creo que en 1957 se habían colocado en el decimotercer lugar y volvían a sus casas cantando, con la camiseta roja bien doblada en el bolso porque era la única que tenían. En 1958 empezaron ganándole a Escudo Chileno, otro club de miseria.

A nadie le llamo la atención eso. En cambio, un mes después, cuando habían ganado cuatro partidos seguidos y eran los punteros del torneo, en los doce pueblos del valle empezó a hablarse de ellos.

Las victorias habían sido por un gol, pero alcanzaban para que Deportivo Belgrano, el eterno campeón, el de Padini, Constante Gauna y Tata Cardiles, quedara relegado al segundo puesto, un punto más abajo. Se hablaba de Estrella Polar en la escuela, en el ómnibus, en la plaza, pero no imaginaba todavía que al terminar el otoño tuvieran 22 puntos contra 21 de los nuestros.

Las canchas se llenaban para verlos perder de una buena vez. Eran lentos como burros y pesados como roperos, pero marcaban hombre a hombre y gritaban como marranos cuando no tenían la pelota. El entrenador, un tipo de traje negro, bigotitos recortados, lunar en frente y pucho apagado entre los labios, corría junto a la línea de toque y los azuzaba con una vara de mimbre cuando pasaban a su lado. El público se divertía con eso y nosotros, que por ser menores jugábamos los sábados, no nos explicábamos como ganaban si eran tan malos.

Daban y recibían golpes con tanta lealtad y entusiasmo, que terminaban apoyándose unos sobre otros para salir de la cancha mientras la gente les aplaudía el 1 a 0 y les alcanzaba botellas de vino refrescadas en la tierra

húmeda. Por las noches celebraban en el prostíbulo de Santa Ana y la gorda Leticia se quejaba de que se comieran los restos del pollo que ella guardaban en la heladera. Eran la atracción y en el pueblo se les permitía todo. Los viejos les recogían de los bares cuando tomaban demasiado y se ponían pendencieros; los comerciantes les regalaban algún juguete o caramelos para los hijos y en el cine, las novias les consentían caricias por encima de las rodillas. Fuera de su pueblo nadie los tomaba en serio, ni siquiera cuando le ganaron a Atlético San Martín por 2 a 1.

En medio de la euforia perdieron, como todo el mundo, en Barda del Medio y al terminar la primera rueda dejaron el primer puesto cuando Deportivo Belgrano los puso en su lugar con siete goles. Todos creímos, entonces, que la normalidad empezaba a restablecerse. Pero el domingo siguiente ganaron 1 a 0 y siguieron con su letanía de laboriosos, horribles triunfos y llegaron a la primavera con apenas un punto menos que el campeón.

El último enfrentamiento fue histórico por el penal. El estadio estaba repleto y los techos de las casas también. Todo el mundo esperaba que Deportivo Belgrano repitiera los siete goles de la primera rueda. El día era fresco y soleado y las manzanas empezaban a colorearse en los arboles. Estrella Polar trajo más de quinientos hinchas que tomaron una tribuna por asalto y los bomberos tuvieron que sacar las mangueras para que se quedaran quietos.

El referí que pitó el penal era Herminio Silva, un epiléptico que vendía las rifas del club local y todo el mundo entendió que se estaba jugando el empleo cuando a los cuarenta minutos del segundo tiempo estaban uno a uno y todavía no había cobrado la pena por más que los de Deportivo Belgrano se tiraran de cabeza en el área de Estrella Polar y dieran volteretas y malabarismos para impresionarlo. Con el empate el local era campeón y Herminio Silva quería conservar el respeto por sí mismo y no daba penal porque no había infracción.

Pero a los 42 minutos, todos nos quedamos con la boca abierta cuando el puntero izquierdo de Estrella Polar clavó un tiro libre desde muy lejos y se pusieron arriba 2 a 1. Entonces sí, Herminio Silva pensó en su empleo y alargó el partido hasta que Padín entró en el área y ni bien se le acercó un defensor pitó. Ahí nomás dio un pitazo estridente, aparatoso y sancionó el penal. En ese tiempo el lugar de ejecución no estaba señalado con una mancha blanca y había que contar doce pasos de hombre. Herminio Silva no alcanzó siquiera a recoger la pelota porque el lateral derecho de Estrella Polar, el Colo Rivero, lo durmió de un cachetazo en la nariz. Hubo tanta pelea que se hizo de noche y no hubo manera de despejar la cancha ni de despertar a Herminio Silva. El comisario, con la linterna encendida, suspendió el partido y ordenó disparar al aire. Esa noche el comando militar dictó estado de emergencia, o algo así, y mandó a enganchar un tren para expulsar del pueblo a toda persona que no tuviera apariencia de vivir allí.

Según el tribunal de al Liga, que se reunió el martes, faltaban jugarse veinte segundos a partir de la ejecución del tiro penal y ese match aparte entre Constante Gauna, el shoteador y el gato Díaz al arco, tendría lugar el domingo siguiente, en el mismo estadio a puertas cerradas. De manera que el penal duro una semana y fue, si nadie me informa lo contrario, el más largo de toda la historia. El miércoles faltamos al colegio y nos fuimos al pueblo vecino a curiosear. El club estaba cerrado y todos los hombres se habían reunido do en la cancha, entre las bardas. Formaban una larga fila para patearle penales al Gato Díaz y el entrenador de traje negro y lunar trataba de explicarles que esa era la mejor manera de probar al arquero.

Al final, todos tiraron su penal y el Gato atajó unos cuantos porque le pateaban con alpargatas y zapatos de calle. Un soldado bajito, callado, que estaba en la cola, le tiró un puntazo con el borseguí militar y casi arranca la red. Al caer la tarde volvieron al pueblo, abrieron el club y se pusieron a jugar a las cartas. Díaz se quedó toda la noche sin hablar, tirándose para atrás el pelo blanco y duro hasta que después de comer se puso un escarbadientes en la boca y dijo:

-Constante los tira a la derecha.

-Siempre -dijo el presidente del club.

-Pero él sabe que yo sé.

-Entonces estamos jodidos.

-Sí, pero yo sé que él sabe -dijo el Gato.

-Entonces tírate a la izquierda y listo -dijo uno de los que estaban en la mesa.

-No. El sabe que yo sé que él sabe -dijo el Gato Díaz y se levantó para ir a dormir.

-El Gato esta cada vez más raro -dijo el presidente el club cuando lo vio salir pensativo, caminando despacio.

El martes no fue a entrenar y el miércoles tampoco. El jueves, cuando loencontraron caminando por las vías del tren estaba hablando solo y lo seguía un perro con el rabo cortado.

-¿Lo vas a atajar?- le preguntó, ansioso, el empleado de la bicicletería.

-No sé. ¿Qué me cambia eso?- preguntó.

-Que nos consagramos todos, Gato. Les tocamos el culo a esos maricones de Belgrano.

-Yo me voy consagrar cuando la rubia de Ferreyra me quiera querer -dijo y silbó al perro para volver a su casa.

El viernes, la rubia de Ferreyra esta atendiendo la mercería cuando el intendente del pueblo entró con un ramo de flores y una sonrisa ancha como una sandía abierta. Esto te lo manda el Gato Díaz y hasta el lunes vos decís que es tu novio.

-Pobre tipo -dijo ella con una mueca y ni miro las flores que habían llegado de Neuquén por el ómnibus de las diez y media.

A la noche fueron juntos al cine. En el entreacto el Gato salió al hall a fumar y la rubia de los Ferreyra se quedó sola en la media luz, con la cartera sobre la falda, leyendo cien veces el programa sin levantar la vista.

El sábado a la tarde el Gato Díaz pidió prestadas dos bicicletas y fueron a pasear a las orillas del río. Al caer la tarde la quiso besar, pero ella dio vuelta la cara y dijo que el domingo a la noche, tal vez, después que atajara el penal, en el baile.

-¿Y yo cómo sé? -dijo él.

-¿Cómo sabés qué?

-Si me tengo que tirar para ese lado.

La rubia Ferreyra lo tomó de la mano y lo llevó hasta donde habían dejado las bicicletas.

-En esta vida nunca se sabe quién engaña a quién -dijo ella.

¿Y si no lo atajo? -preguntó él.

Entonces quiere decir que no me querés -respondió la rubia, y volvieron al pueblo.

El domingo del penal salieron del club veinte camiones cargados de gente, pero la policía los detuvo a la entrada del pueblo y tuvieron que quedarse a un costado de la ruta, esperando bajo el sol. En aquel tiempo y en aquel lugar no había emisoras de radio, ni forma de enterarse de lo que ocurría en una cancha cerrada, de manera que los de Estrella Polar establecieron una posta entre el estadio y la ruta.

El empleado del bicicletero subió a un techo desde donde se veía el arco del Gato Díaz y desde allí narraba lo que ocurría a otro muchacho que había quedado en la vereda que a su vez transmitía a otro que estaba a veinte metros y así hasta que cada detalle llegaba a donde esperaban los hinchas de Estrella Polar.

A las tres de la tarde, los dos equipos salieron a la cancha vestidos como si fueran a jugar un partido en serio. Herminio Silva tenía un uniforme negro, desteñido pero limpio y cuando todos estuvieron reunidos en el centro de la cancha fue derecho hasta donde estaba el Colo Rivero que le había dado el cachetazo el domingo anterior y lo expulsó de la cancha. Todavía no se había inventado la tarjeta roja, y Herminio señala la entrada del túnel con una mano temblorosa de la que colgaba el silbato.

Al fin, la policía sacó a empujones al Colo que quería quedarse a ver el penal. Entonces el arbitro fue hasta el arco con la pelota apretada contra una cadera, contó doce pasos y la puso en su lugar. El Gato Díaz se había peinado a la gomina y la cabeza le brillaba como una cacerola de aluminio.

Nosotros los veíamos desde el paredón que rodeaba la cancha, justo detrás del arco, y cuando se colocó sobre la raya de cal y empezó a frotarse las manos desnudas, empezamos a apostar hacía dónde tiraría Constante Gauna.

En la ruta habían cortado el tránsito y todo el Valle estaba pendiente de ese instante porque hacía diez años que el Deportivo Belgrano no perdía un campeonato. También la policía quería saber, así que dejaron que la cadena de relatores se organizara a lo largo de tres kilómetros y las noticias llegaban de boca en boca apenas espaciadas por los sobresaltos de la respiración.

Recién a las tres y media, cuando Herminio Silva consiguió que los dirigentes de los dos clubes, los entrenadores y las fuerzas vivas del pueblo abandonaran la cancha, Constante Gauna se acercó a acomodar la pelota. Era flaco y musculoso y tenía las cejas tan pobladas que parecían cortarle la cara en dos. Había tirado ese penal tantas veces -contó después- que volvería a patearlo a cada instante de su vida, dormido o despierto.

A las cuatro menos cuarto, Herminio Silva se puso a medio camino entre el arco y la pelota, se llevó el silbato a la boca y sopló con todas sus fuerzas. Estaba tan nervioso y el sol le había machacado tanto sobre la nuca, que cuando la pelota salió hacía el arco, el referí sintió que los ojos se reviraban y cayó de espalda echando espuma por la boca. Díaz dio un paso al frente y se tiró a su derecha. La pelota salió dando vueltas hacía el medio del arco y Constante Gauna adivinó enseguida que las piernas del Gato Díaz llegarían justo para desviarla hacia un costado. El gato pensó en el baile de la noche, en la gloria tardía y en que alguien corriera a tirar la pelota al córner porque había quedado picando en el área.

El petiso Mirabelli llegó primero que nadie y la sacó afuera, contra el alambrado, pero el árbitro Herminio Silva no podía verlo porque estaba en el suelo, revolcándose con su epilepsia. Cuando todo Estrella Polar se tiró sobre el Gato Díaz, el juez de línea corrió hacía Herminio Silva con la bandera parada y desde el paredón donde estábamos sentados oímos que gritaba: “¡no vale, no vale!”.

La noticia corrió de boca en boca, jubilosa. La atajada del Gato y el desmayo del árbitro. Entonces en la ruta todos abrieron las botellas de vino y empezaron a festejar, aunque el “no vale” llegara balbuceado por los mensajeros como una mueca atónita.

Hasta que Herminio Silva no se puso de pie, desencajado por el ataque, no hubo respuesta definitiva. Lo primero que preguntó fue “qué pasó” y cuando se lo contaron sacudió la cabeza y dijo que había que patear de nuevo porque él no había estado allí y el reglamento decía que el partido no puede jugarse con un árbitro desmayado. Entonces el Gato Díaz apartó a los que querían pegarle al vendedor de rifas de Deportivo Belgrano y dijo que había que apurarse porque esa noche él tenía una cita y una promesa y fue otra vezbajo el arco.

Constante Gauna debía tenerse poca fe, porque le ofreció el tiro a Padini y recién después fue hacía la pelota mientras el juez de línea ayudaba a Herminio Silva a mantenerse parado. Afuera se escuchaban bocinazos de festejo y los jugadores de Estrella Polar empezaron a retirarse de la cancha rodeados por la policía.

El pelotazo salió hacía la izquierda y el Gato Díaz se fue para el mismo lado con una elegancia y una seguridad que nunca más volvió a tener. Costante Gauna miró al cielo y después se echó a llorar. Nosotros saltamos del paredón y fuimos a mirar de cerca a Díaz, el viejo, el grandote, que miraba la pelota que tenía entre las manos como si hubiera sacado la sortija de la calesita.

Dos años más tarde, cuando él era una ruina y yo un joven insolente, me lo encontré otra vez, a doce pasos de distancia y lo vi inmenso, agazapado en punta de pie, con los dedos abiertos y largos. En una mano llevaba un anillo de matrimonio que no era de la rubia de los Ferreyra sino de la hermana del Colo Rivero, que era tan india y tan vieja como él. Evité mirarlo a los ojos y le cambié la pierna; después tiré de zurda, abajo, sabiendo que no llegaría porque estaba un poco duro y le pesaba la gloria. Cuando fui a buscar la pelota dentro del arco, el Gato Díaz estaba levantándose como un perro apaleado.

-Bien, pibe -me dijo-. Algún día, cuando seas viejo, vas a andar contando por ahí que le hiciste un gol al Gato Díaz, pero para entonces ya nadie se va a acordar de mí.



Osvaldo Soriano

martes, 22 de abril de 2008

Tren Fantasma

Se quedaron jugando hasta que escucharon la voz de su madre, que desde el departamento anunciaba que la cena estaba lista. El perro siempre los acompañaba, también se sumaba algún vecino y luego se armaban las discusiones sobre la pelota o el arco que debía ocupar Jorge. Martín siempre pateaba, y todo era correr y patear y atajar, hasta que se hacía de noche y los chicos ya no podían estar en la calle, aunque en esa época el barrio era seguro, y además algún mayor de la cuadra siempre se quedaba a cuidar de los pibes que correteaban por la vereda, y a las chicas que saltaban la soga o jugaban a la rayuela.

Esa noche Martín y Jorge no quisieron volver para la cena. Todos entraron a sus casas cuando la luna iluminaba las veredas y la negrura de la noche dejaba sin chances al arquero volador de salvar su valla. Todos menos los dos hermanos: Martín, flaquito y de pelo castaño claro y lacio hasta las cejas, cuatro años mayor, propuso a su hermano menor, Jorge, rubio y cachetón, caminar hasta la plaza de la otra cuadra, aún sabiendo que su mamá les había dicho más de cien veces que a ese lugar no podían ir de noche solos. A Martín le hacía gracia pensar en las palabras de su mamá, él solo veía en esa plaza un poco de pasto, un tobogán, arena y un par de borrachos que ofrecían vino a los chicos que jugaban.

Jorge estaba un poco asustado, abrazado a la pelota, que era inmensa en sus brazos, quizás pensando en el reto que vendría. Miraba a su hermano tan de abajo que le parecía estar en el fondo de la tierra. Por el contrario, Martín iba muy contento, acariciando al perro y con una sonrisa de lado a lado, tramando la travesura como tantas otras veces, sintiendo ese gusto en la boca que se percibe cuando se está ante algo peligroso. Jorge, tan pequeño y sumiso, era más realista y lo bajó a la tierra: “mamá se va a enojar mucho”, le dijo a su hermano, que canchereando la situación como siempre lo hacen los mayores, le acarició la rubia cabellera mientras se reía. Jorge se molestó y le sacó la mano con furia, pero Martín no lo tomó en serio y comenzó a cantar y a molestarlo.

Al llegar a la plaza, el orgullo impidió a Jorge irse corriendo a su casa, aunque miraba con miedo a los vagos que tomaban vino en cartón sentados en los bancos de cemento. Martín se echó hacia atrás impulsivamente, justo cuando tuvo una perspectiva de la plaza en la noche. Su hermano pateó la pelota y se olvidó de todo bajo las estrellas que eran luces en el cielo, se la pasó a él, que ahora tenía más miedo que nunca, y comenzaron a jugar. El perro ladraba y jugaba con ellos, robándoles la pelota todo el tiempo, y Jorge soñaba que atajaba en el Rojo, que las estrellas eran los flashes fotográficos y que el estadio lleno coreaba su nombre, y así, estaba en el cielo. Martín, el valiente, ahora temblaba de miedo. Por la noche, la plaza era un tren fantasma: uno iba avanzando y desde cada rincón, entre las hamacas o bajando del tobogán aparecían los monstruos. Uno de esos monstruos se acercó a Martín, justo cuando su pierna izquierda, flaca y temblorosa estaba a punto de sacar un tiro con destino de gol. En el acto, Martín se detuvo, y el mundo dejó de girar por un instante. Su hermano, en el arco armado con buzos, se quedó inmóvil. El tipo era bastante flaco y petiso, llevaba ropa sucia y desgarrada: un jean gastado y una vieja camisa, que ya no guardaba el color original sino una mezcla de grises, negros y marrones. Su cara parecía tostada por la mugre, su olor era una insoportable combinación de diversos hedores indescriptibles. Una barba larga y gris terminaba de convertir al hombre en monstruo.

De pronto, el tipo hizo algo inesperado: tomó la pelota, la acomodó con ambas manos como un experto tirador y con precisión de francotirador ajustó su cansada mira, apuntando al rincón, aquel lugar que pudiera ser perfecto -como los pases del Bocha- y le dijo algo a Jorge que Martín nuncapudo saber, pero que le llegó tan adentro que su pecho se infló como cuando se enfurecía. Entonces se agazapó, mirando ambos buzos como si fueran postes reales del arco que siempre soñó tener detrás, y clavó sus ojos furiosos sobre el hombre, que esperaba dos pasos atrás de la pelota. Martín se hizo a un lado y rogó que su hermano saliera vivo de ese penal, que el impacto no fuera tan fuerte que lo dejara inconsciente sobre el pasto; en cambio Jorge, tan pequeño y serio, soñaba que detrás suyo toda la gente esperaba el milagro para poder festejar y saltar sobre él, para abrazarlo, levantarlo en andas y llevarlo por toda la ciudad como un verdadero ídolo.

En ese momento, todos los borrachos del tren fantasma hicieron silencio, atentos al penal, y un par de tipos que pasaban por ahí se quedaron a ver la escena. El perro se sentó jadeante junto a Martín. Creyó sentirlo sollozar. Ahí pensó que todo estaba terminado y que al volver a casa con su hermano herido, su madre le daría tal sopapo que no tendría más ganas de travesuras.

De repente, el tipo se adelantó sobre la pelota y cuando su pierna derecha se echó hacía atrás como si fuera un gatillo, el tiempo se quedó detenido, y todo pareció transcurrir lentamente. Martín no supo nunca cuanto tiempo pasó hasta que el disparo fuerte y esquinado fue a parar a la mano derecha de su hermano, que se revolcaba más que nunca y parecía un arquero de verdad. Luego se arrodilló; estaba tan alegre, apretaba sus puños y su mente lo arrastraba hasta esa cancha, hasta ese arco soñado, y todos lo iban a buscar para abrazarlo, enfundarlo en un abrazo multitudinario, teñido de rojo. Cuando pudo salir de su asombro, Martín se levantó y corrió hasta donde estaba su hermano, lo abrazó en una conjunción interminable, en una fusión de sangre. Los borrachos se reían y alguno aplaudía, el vago los saludó mansamente, acarició lo cabeza de Jorge y lo felicitó como pudo. Llegaron muy tarde a casa, dos semanas de penitencia sentenció su madre. Nunca más serían tan felices como aquella noche.

Matías Cariola



Extraído de http://hinchadelfutbol.com.ar/cuentos.htm

Tren Fantasma

Se quedaron jugando hasta que escucharon la voz de su madre, que desde el departamento anunciaba que la cena estaba lista. El perro siempre los acompañaba, también se sumaba algún vecino y luego se armaban las discusiones sobre la pelota o el arco que debía ocupar Jorge. Martín siempre pateaba, y todo era correr y patear y atajar, hasta que se hacía de noche y los chicos ya no podían estar en la calle, aunque en esa época el barrio era seguro, y además algún mayor de la cuadra siempre se quedaba a cuidar de los pibes que correteaban por la vereda, y a las chicas que saltaban la soga o jugaban a la rayuela.

Esa noche Martín y Jorge no quisieron volver para la cena. Todos entraron a sus casas cuando la luna iluminaba las veredas y la negrura de la noche dejaba sin chances al arquero volador de salvar su valla. Todos menos los dos hermanos: Martín, flaquito y de pelo castaño claro y lacio hasta las cejas, cuatro años mayor, propuso a su hermano menor, Jorge, rubio y cachetón, caminar hasta la plaza de la otra cuadra, aún sabiendo que su mamá les había dicho más de cien veces que a ese lugar no podían ir de noche solos. A Martín le hacía gracia pensar en las palabras de su mamá, él solo veía en esa plaza un poco de pasto, un tobogán, arena y un par de borrachos que ofrecían vino a los chicos que jugaban.

Jorge estaba un poco asustado, abrazado a la pelota, que era inmensa en sus brazos, quizás pensando en el reto que vendría. Miraba a su hermano tan de abajo que le parecía estar en el fondo de la tierra. Por el contrario, Martín iba muy contento, acariciando al perro y con una sonrisa de lado a lado, tramando la travesura como tantas otras veces, sintiendo ese gusto en la boca que se percibe cuando se está ante algo peligroso. Jorge, tan pequeño y sumiso, era más realista y lo bajó a la tierra: “mamá se va a enojar mucho”, le dijo a su hermano, que canchereando la situación como siempre lo hacen los mayores, le acarició la rubia cabellera mientras se reía. Jorge se molestó y le sacó la mano con furia, pero Martín no lo tomó en serio y comenzó a cantar y a molestarlo.

Al llegar a la plaza, el orgullo impidió a Jorge irse corriendo a su casa, aunque miraba con miedo a los vagos que tomaban vino en cartón sentados en los bancos de cemento. Martín se echó hacia atrás impulsivamente, justo cuando tuvo una perspectiva de la plaza en la noche. Su hermano pateó la pelota y se olvidó de todo bajo las estrellas que eran luces en el cielo, se la pasó a él, que ahora tenía más miedo que nunca, y comenzaron a jugar. El perro ladraba y jugaba con ellos, robándoles la pelota todo el tiempo, y Jorge soñaba que atajaba en el Rojo, que las estrellas eran los flashes fotográficos y que el estadio lleno coreaba su nombre, y así, estaba en el cielo. Martín, el valiente, ahora temblaba de miedo. Por la noche, la plaza era un tren fantasma: uno iba avanzando y desde cada rincón, entre las hamacas o bajando del tobogán aparecían los monstruos. Uno de esos monstruos se acercó a Martín, justo cuando su pierna izquierda, flaca y temblorosa estaba a punto de sacar un tiro con destino de gol. En el acto, Martín se detuvo, y el mundo dejó de girar por un instante. Su hermano, en el arco armado con buzos, se quedó inmóvil. El tipo era bastante flaco y petiso, llevaba ropa sucia y desgarrada: un jean gastado y una vieja camisa, que ya no guardaba el color original sino una mezcla de grises, negros y marrones. Su cara parecía tostada por la mugre, su olor era una insoportable combinación de diversos hedores indescriptibles. Una barba larga y gris terminaba de convertir al hombre en monstruo.

De pronto, el tipo hizo algo inesperado: tomó la pelota, la acomodó con ambas manos como un experto tirador y con precisión de francotirador ajustó su cansada mira, apuntando al rincón, aquel lugar que pudiera ser perfecto -como los pases del Bocha- y le dijo algo a Jorge que Martín nuncapudo saber, pero que le llegó tan adentro que su pecho se infló como cuando se enfurecía. Entonces se agazapó, mirando ambos buzos como si fueran postes reales del arco que siempre soñó tener detrás, y clavó sus ojos furiosos sobre el hombre, que esperaba dos pasos atrás de la pelota. Martín se hizo a un lado y rogó que su hermano saliera vivo de ese penal, que el impacto no fuera tan fuerte que lo dejara inconsciente sobre el pasto; en cambio Jorge, tan pequeño y serio, soñaba que detrás suyo toda la gente esperaba el milagro para poder festejar y saltar sobre él, para abrazarlo, levantarlo en andas y llevarlo por toda la ciudad como un verdadero ídolo.

En ese momento, todos los borrachos del tren fantasma hicieron silencio, atentos al penal, y un par de tipos que pasaban por ahí se quedaron a ver la escena. El perro se sentó jadeante junto a Martín. Creyó sentirlo sollozar. Ahí pensó que todo estaba terminado y que al volver a casa con su hermano herido, su madre le daría tal sopapo que no tendría más ganas de travesuras.

De repente, el tipo se adelantó sobre la pelota y cuando su pierna derecha se echó hacía atrás como si fuera un gatillo, el tiempo se quedó detenido, y todo pareció transcurrir lentamente. Martín no supo nunca cuanto tiempo pasó hasta que el disparo fuerte y esquinado fue a parar a la mano derecha de su hermano, que se revolcaba más que nunca y parecía un arquero de verdad. Luego se arrodilló; estaba tan alegre, apretaba sus puños y su mente lo arrastraba hasta esa cancha, hasta ese arco soñado, y todos lo iban a buscar para abrazarlo, enfundarlo en un abrazo multitudinario, teñido de rojo. Cuando pudo salir de su asombro, Martín se levantó y corrió hasta donde estaba su hermano, lo abrazó en una conjunción interminable, en una fusión de sangre. Los borrachos se reían y alguno aplaudía, el vago los saludó mansamente, acarició lo cabeza de Jorge y lo felicitó como pudo. Llegaron muy tarde a casa, dos semanas de penitencia sentenció su madre. Nunca más serían tan felices como aquella noche.

Matías Cariola



Extraído de http://hinchadelfutbol.com.ar/cuentos.htm

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