martes, 22 de abril de 2008

Tren Fantasma

Se quedaron jugando hasta que escucharon la voz de su madre, que desde el departamento anunciaba que la cena estaba lista. El perro siempre los acompañaba, también se sumaba algún vecino y luego se armaban las discusiones sobre la pelota o el arco que debía ocupar Jorge. Martín siempre pateaba, y todo era correr y patear y atajar, hasta que se hacía de noche y los chicos ya no podían estar en la calle, aunque en esa época el barrio era seguro, y además algún mayor de la cuadra siempre se quedaba a cuidar de los pibes que correteaban por la vereda, y a las chicas que saltaban la soga o jugaban a la rayuela.

Esa noche Martín y Jorge no quisieron volver para la cena. Todos entraron a sus casas cuando la luna iluminaba las veredas y la negrura de la noche dejaba sin chances al arquero volador de salvar su valla. Todos menos los dos hermanos: Martín, flaquito y de pelo castaño claro y lacio hasta las cejas, cuatro años mayor, propuso a su hermano menor, Jorge, rubio y cachetón, caminar hasta la plaza de la otra cuadra, aún sabiendo que su mamá les había dicho más de cien veces que a ese lugar no podían ir de noche solos. A Martín le hacía gracia pensar en las palabras de su mamá, él solo veía en esa plaza un poco de pasto, un tobogán, arena y un par de borrachos que ofrecían vino a los chicos que jugaban.

Jorge estaba un poco asustado, abrazado a la pelota, que era inmensa en sus brazos, quizás pensando en el reto que vendría. Miraba a su hermano tan de abajo que le parecía estar en el fondo de la tierra. Por el contrario, Martín iba muy contento, acariciando al perro y con una sonrisa de lado a lado, tramando la travesura como tantas otras veces, sintiendo ese gusto en la boca que se percibe cuando se está ante algo peligroso. Jorge, tan pequeño y sumiso, era más realista y lo bajó a la tierra: “mamá se va a enojar mucho”, le dijo a su hermano, que canchereando la situación como siempre lo hacen los mayores, le acarició la rubia cabellera mientras se reía. Jorge se molestó y le sacó la mano con furia, pero Martín no lo tomó en serio y comenzó a cantar y a molestarlo.

Al llegar a la plaza, el orgullo impidió a Jorge irse corriendo a su casa, aunque miraba con miedo a los vagos que tomaban vino en cartón sentados en los bancos de cemento. Martín se echó hacia atrás impulsivamente, justo cuando tuvo una perspectiva de la plaza en la noche. Su hermano pateó la pelota y se olvidó de todo bajo las estrellas que eran luces en el cielo, se la pasó a él, que ahora tenía más miedo que nunca, y comenzaron a jugar. El perro ladraba y jugaba con ellos, robándoles la pelota todo el tiempo, y Jorge soñaba que atajaba en el Rojo, que las estrellas eran los flashes fotográficos y que el estadio lleno coreaba su nombre, y así, estaba en el cielo. Martín, el valiente, ahora temblaba de miedo. Por la noche, la plaza era un tren fantasma: uno iba avanzando y desde cada rincón, entre las hamacas o bajando del tobogán aparecían los monstruos. Uno de esos monstruos se acercó a Martín, justo cuando su pierna izquierda, flaca y temblorosa estaba a punto de sacar un tiro con destino de gol. En el acto, Martín se detuvo, y el mundo dejó de girar por un instante. Su hermano, en el arco armado con buzos, se quedó inmóvil. El tipo era bastante flaco y petiso, llevaba ropa sucia y desgarrada: un jean gastado y una vieja camisa, que ya no guardaba el color original sino una mezcla de grises, negros y marrones. Su cara parecía tostada por la mugre, su olor era una insoportable combinación de diversos hedores indescriptibles. Una barba larga y gris terminaba de convertir al hombre en monstruo.

De pronto, el tipo hizo algo inesperado: tomó la pelota, la acomodó con ambas manos como un experto tirador y con precisión de francotirador ajustó su cansada mira, apuntando al rincón, aquel lugar que pudiera ser perfecto -como los pases del Bocha- y le dijo algo a Jorge que Martín nuncapudo saber, pero que le llegó tan adentro que su pecho se infló como cuando se enfurecía. Entonces se agazapó, mirando ambos buzos como si fueran postes reales del arco que siempre soñó tener detrás, y clavó sus ojos furiosos sobre el hombre, que esperaba dos pasos atrás de la pelota. Martín se hizo a un lado y rogó que su hermano saliera vivo de ese penal, que el impacto no fuera tan fuerte que lo dejara inconsciente sobre el pasto; en cambio Jorge, tan pequeño y serio, soñaba que detrás suyo toda la gente esperaba el milagro para poder festejar y saltar sobre él, para abrazarlo, levantarlo en andas y llevarlo por toda la ciudad como un verdadero ídolo.

En ese momento, todos los borrachos del tren fantasma hicieron silencio, atentos al penal, y un par de tipos que pasaban por ahí se quedaron a ver la escena. El perro se sentó jadeante junto a Martín. Creyó sentirlo sollozar. Ahí pensó que todo estaba terminado y que al volver a casa con su hermano herido, su madre le daría tal sopapo que no tendría más ganas de travesuras.

De repente, el tipo se adelantó sobre la pelota y cuando su pierna derecha se echó hacía atrás como si fuera un gatillo, el tiempo se quedó detenido, y todo pareció transcurrir lentamente. Martín no supo nunca cuanto tiempo pasó hasta que el disparo fuerte y esquinado fue a parar a la mano derecha de su hermano, que se revolcaba más que nunca y parecía un arquero de verdad. Luego se arrodilló; estaba tan alegre, apretaba sus puños y su mente lo arrastraba hasta esa cancha, hasta ese arco soñado, y todos lo iban a buscar para abrazarlo, enfundarlo en un abrazo multitudinario, teñido de rojo. Cuando pudo salir de su asombro, Martín se levantó y corrió hasta donde estaba su hermano, lo abrazó en una conjunción interminable, en una fusión de sangre. Los borrachos se reían y alguno aplaudía, el vago los saludó mansamente, acarició lo cabeza de Jorge y lo felicitó como pudo. Llegaron muy tarde a casa, dos semanas de penitencia sentenció su madre. Nunca más serían tan felices como aquella noche.

Matías Cariola



Extraído de http://hinchadelfutbol.com.ar/cuentos.htm

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